Quería repetir aquel momento un millar de veces más. Mis
manos entrelazadas en las suyas, el sol acariciando su cara, iluminando cada
detalle, cada lunar, cada comisura. El sillón aterciopelado sosteniendo
nuestros cuerpos en su lugar, mientras nosotros volábamos. Sus labios húmedos
acercándose de a poco a los míos, que estaban temblorosos, amargos, nerviosos,
esperando su tacto para liberarse de la tensión.
Y ahí estábamos, jugando con el tiempo. Evadiendo cualquier
cosa que deberíamos estar haciendo. Fingíamos que nada existía en el mundo,
excepto nosotros dos. Y éramos buenos en eso. Podría permanecer en ese recuerdo
por siempre y evadir cada regla del tiempo, cada tirón de la realidad.
Pero cada vez que abría los ojos, no veía a nadie. No había
nadie en mi sillón. No había nadie en ninguna habitación. Ni una foto en mi
teléfono, ni siquiera una prenda olvidada en el ropero. Era como si todo se
desvaneciera en cuanto recobrara conciencia del momento, como cuando recuerdas
un aroma pero no tienes la flor en tus manos. Era invisible, abstracto. Sabía
que existía, tan solo no tenía ninguna prueba para saber que era verdad. Era
demasiado fuerte para ser una fantasía, demasiado nítida para solo existir en
mi imaginación. Era un recuerdo. Un
recuerdo de algo que jamás sucedió.
Jonas.
Y podía sentir sus ojos azules sobre los míos, apagando mi
fuego con su océano. Sus brazos fuertes recorriendo mi cintura, tocándola con
delicadeza, como si fuera de cristal. Podía sentir su cabello suave, castaño y
corto entre mis dedos, amarrados a él, deseando que jamás lo soltasen. La
proximidad de nuestros rostros era inflamable. Sin embargo, prefería apreciarlo
a besarlo. No me gustaba cerrar los ojos, perderme siquiera un segundo de sus
facciones. Deseaba quedarme observándolo todo el tiempo que fuera posible,
porque sabía que no sería mucho. Y no quería abandonarlo jamás. Eran pocos
minutos, pocos lapsos. El recuerdo se detenía en cuanto él desplegaba su
sonrisa, cuando estaba a punto de pronunciar mi nombre. Jamás podía escuchar su
voz. Y cuando me despertaba de aquél trance, cuando cada pedazo de recuerdo se
quitaba de mi mente, no había forma de volver. Nada más que eso. Ese corto, esa
minúscula película. Esa mísera historia inconclusa para siempre, perdida en mi
mente, sin más avances, sin ninguna secuela. Una escena desaparecida. Sin
origen.
– Podría ser como algún recuerdo de tu vida pasada –decía
Adele, y se relamía el bigote de café sobre su labio superior–, ya sabes, como
un flash. Habrás tenido un amorío en la Francia de antaño y ahora lo recuerdas.
Aunque, amiga, debo admitir que esa mierda no es normal. Yo no ando recordando
cuando andaba desnuda en plan cavernícola.
– No creo que la gente usara jeans y Vans en esa época
–revoleé mis ojos al aire, mientras la contradecía–. No seas ridícula, esto no
es de ninguna vida pasada. Es actual, y es con alguien que todavía no conocí.
Pero es real, tan real como nosotras dos aquí sentadas.
–Podría ser una alucinación, ¿consultaste con un médico?
–No, y no es algo psiquiátrico. No estoy loca, Adele.
–Enamorarte de un sueño no indica una plena sanidad mental,
Emma –me miraba seria. No estaba bromeando. Las puntas desmechadas de su
cabello cobraban vida cuando su cabeza se sacudía para negar rítmicamente–. Me
preocupas, me preocupa que te obsesiones con estas cosas.
–No estoy obsesionada, estoy intrigada. Estoy
desesperadamente interesada –mis ojos se fijaron en la mesa. Aquella mesa
cuadrada y pequeña, color madera. La misma mesa de siempre, igual a las otras
veinte, en aquél bar de ciudad, marrón, oscuro, tibio y vacío. La mesa al lado
de la ventana, para ver el asfalto. Al lado de una abertura hacia el mundo,
para no perdernos en nuestra conversación y olvidarnos de que existe algo más.
Solía pasarnos. Adele era la persona con quién más aventuras había vivido, era
quién más locuras mías había oído. Mi amiga incondicional, mi hermana por
elección. Nos conocíamos desde que el largo plazo de nuestra memoria se puso en
marcha. Cuando me surgía algo, allí estaba ella. Cuando le surgía algo, allí
estaba yo. Pero sabía que esto iba más
allá de cualquier loca ocurrencia. Sus pequeños ojos negros irradiaban
preocupación y alarma cuando le contaba acerca del recuerdo. No comprendía cómo
era posible estar enamorada de alguien
inexistente.
–Prefiero que no hablemos más de esto –dije, mientras me
disipaba de mis pensamientos. Adele asintió, y comenzamos a hablar de trivialidades poco relevantes.
Volví a casa cuando
el sol estaba cayendo y el cielo empezaba a teñirse de naranja fundido en
violeta. Caminé por el mismo recorrido de siempre: un camino recto en una calle
poco transitada. Los árboles en las anchas veredas con césped bien podado
generaban un ambiente perfecto, reflejando los espacios de las ramas en cada
charco al costado del cordón. La fresca brisa del nuevo otoño aclaraba mi
rostro y mis cabellos bailaban salvajes en el aire. Mi mente no estaba en
composé con la perfecta escena de la que era protagonista.
Mi mente era un desastre.
Estaba agobiada de pensamientos antónimos, de dicotomías.
¿Loca o cuerda? ¿Real o ficticio? ¿Seguir confiando en que lo que sentía era
real, o seguir el rumbo de mi vida, ignorando la imagen que aparecía en mi
cabeza cada vez que me relajaba, que me concentraba en la nada?
No. Imposible. Jamás podría olvidarlo, extirparlo de mi
mente. Porque hace más de un año que lo veía y lo sentía. Hace más de un año
que me emborrachaba por las noches para hundir esa aparición en lo más remoto
de mi conciencia. Hace más de un año que estaba irremediablemente enamorada de
mi locura. Y estaba segura de que pasaría el resto de mi vida buscando al
hombre invisible.
Me encanto barcho, seguila seguila seguila♥♥♥ besos rosa
ResponderEliminaray que bb gracias por leer Aichuletas, la seguiré!!!!
Eliminarsigue asi niña, llegaras muy lejos!! posta que me encanta, de nada bbita♥♥
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