viernes, 13 de febrero de 2015

IMBORRABLE -capítulo dos-

Era temprano en la mañana cuando abrí los ojos y decidí comenzar mi día. Mi paciencia se había agotado; las vueltas en la cama parecían imparables  y las voces de mi cabeza ya hablaban demasiado  alto como para acallarlas con la almohada.
Giré hacía el reloj-alarma. 08:04 a.m. Me incorporé lentamente. Un pie a la vez, un brazo a la vez, mil bostezos unidos en uno a la vez. Tomé el primer par de vaqueros que ubiqué en el desordenado armario de mi habitación, seguidos de una camisa blanca y un par de zapatillas color verde agua, que solían ser de un verde más oscuro.

Abrí el grifo del baño para lavarme los dientes, pero mi imagen en el espejo me detuvo un momento antes de hacerlo. Mi piel pálida parecía más cristalina que nunca; débil, frágil, daba la sensación de que se rompería tan solo con el tacto. Mi oscuro cabello, lacio y hasta los hombros, no ayudaba a la imagen fatalista que se reflejaba, tan solo la hacía lucir más enfermiza. “Venga”, dije “que esto no es fin del mundo”. Y terminé de arreglarme, dejándome un poco menos muerta que hace unos instantes atrás.

Caminar por las calles de una ciudad llena sintiéndome completamente sola hacía sentir mi estómago un pequeño revuelto de avispas. No sabía dónde posar los ojos ni qué hacer con las manos, mis pies tropezaban con cualquier desnivel que se encontraban. Me sentía muy nerviosa sin tener siquiera una razón para estarlo. Ellos pasaban como luces a mí alrededor. Luces destellantes, cegadoras. Cada uno brillaba de un color distinto, y si me detenía, podía ver lo que hacían: algunos reían, otros comían golosinas, estaban los que gritaban mientras conversaban por teléfono, y otros iban con la cabeza gacha rebuscando en sus bolsillos vacíos una moneda para el autobús. Me preguntaba cómo me verían. ¿Sería una luz para ellos? ¿O simplemente una sombra, tímida y cabizbaja, pálidamente oscura, amorfa y sin destino?
Aclaré mi mente.
Estaba delante del que iba a ser mi próximo empleo y no me dejaría arruinarlo.
Ahí estaba, el Starbucks menos concurrido de Lake Oswego. El menos concurrido en todo Oregón. El mejor  lugar en el que una persona como yo podría trabajar.
Practiqué mi discursito mientras subía los escalones bastos y grises de la multinacional, que desde lejos parecía un cubo de ladrillos completamente cerrado pero al pisar su entrada podías comprobar que en realidad la vida humana había tocado el lugar. Paredes blancas decoradas con cuadros vintage, un piso reluciente de mármol claro, mesas y sillas blancas con detalles verdes. Todo resplandecía como si fuera renovado cada noche por una estructura completamente limpia y perfecta, completamente igual. Después de todo, jamás ves como se construyen estos lugares, simplemente aparecen, así que no sería extraño que hubiese habido cyberbots en lugar de personas. De noche constructores, de día empleados.
“Cyberbots…” susurré, y me reí a lo bajo mientras cruzaba la puerta.

–Buenos días –dijo Celia, la amable empleada que se encontraba detrás del mostrador. Una hermosa sonrisa de destellantes dientes blancos se mostraba en toda su cara. Un corte carré, perfectamente recto, que enmarcaba su cara mejor que cualquier pintura de Van Gogh, llamaba mi atención: tenía el valor de llevar ese clásico peinado con el cabello teñido de un azul que podía confundirse con una piedra preciosa. Pero más allá de esa extravagancia, eran sus ojos los que lograron cautivarme; eran grises y brillosos. Casi surrealistas. Podría jurar que eran capaces de someter a cualquiera en un trance hipnótico. Y eso parecían haber hecho conmigo, luego de que ella me saludara –, eres Emma, ¿verdad? Mark dijo que llegarías a esta hora, que pedazo de puntualidad –sonrió nuevamente, esta vez mostrando una pizca de picardía en esos ojos tan cautivadores.
–Podría considerarse una de mis cualidades –me avergoncé al instante por haber sonado un poco engreída, y traté de arreglarlo lo más rápido que pude –, gracias por hacerme este favor. De veras. No sé cómo podré agradecértelo, necesitaba mucho el empleo –le expliqué en un intento de gratitud. Celia había entregado mi CV al gerente agregándole unas referencias que habían servido para que este me aceptara entre tantos otros que se habían ofrecido para el empleo. La verdad es que jamás la había visto, y fue por Adele la razón por la que me había hecho este enorme favor. Se conocían de la universidad y aunque Adele jamás se había extendido mucho en las charlas sobre Celia, había reconocido que era una excelente persona. Yo lo creía, desde luego, se había puesto en evidencia.
–No es nada. Necesito una compañera de trabajo que no sea tan indeseable. Adele me habló maravillas de ti. Ni bien me comentó que necesitabas trabajo, supe que mi espera había llegado a su fin –a pesar de su sonrisa, podía notar algo de timidez en su voz y mejillas –. Es un placer conocerte por fin.

Me indicó un uniforme y un lugar para poder cambiarme. Y ahí estaba, yo y mi nueva segunda casa por un tiempo indeterminado. Jamás toleré los lugares nuevos, el bullicio de la gente que a simple vista parecía rebozar de felicidad. Tendría que lidiar con ellos, y con suerte salir cada día de ahí sin deseos de aniquilar a alguien. Podrá sonar egoísta e incluso repulsivo, pero odio cuando las personas se muestran felices. Porque no lo son, y lo sé bien. Sé que aquellas cabezas sorbiendo café están pensando en lo triste de sus vidas. En que no toleran a su madre, a su vecino, que el trabajo de oficina los estresa. Sé que sufren porque están solos, y porque se detestan cuando se ven en el espejo. Sé que los fracasos de sus intentos no dejan de agobiarlos. Pero sin embargo, se esfuerzan en mostrarse alegres. Se levantan todos los días y se colocan esa máscara falsa y estereotipada de una empatía y solidaridad que se esfuma ante cualquier situación que requiera legitimidad. Es aquello lo que me enferma: la actuación en un mundo en el que el drama es el plato principal del día. ¿Hace falta la hipocresía cuando todos sabemos la realidad del día a día? Preferiría ver mil lágrimas auténticas a mil risas de papel.  Y odiaba saber todo eso, ser consciente de la miseria humana, y seguir creyendo que todos irradiaban más luz que la única persona que trababa de mostrar el hedor de nuestra raza: yo misma.  
          


Mientras me encontraba detrás del mostrador, Celia tomó mi mano y me dijo que me calmara, que todo iba a ir bien, que después del primer día las cosas saldrían tan naturalmente que ni siquiera podría recordar el momento en el que las aprendí. Por primera vez en años, asentí, y me calmé. Cada palabra que salió de su boca pudo darle a mi mente la calma que necesitaba en un auge de salvajes pensamientos. Levanté la vista y me fijé en sus ojos grises, y su expresión. No la pude reconocer, no la pude detectar. Sonreía, al igual que desde el momento en el que entré al lugar. Cada sonrisa se mostraba verdadera, tal como el tacto de nuestros dedos. Lo  empírico de su rostro me resultaba incierto y mágico. De alguna manera, descifré que ella era todo lo que nunca había experimentado, lo que ya creía un mito, lo que nadie jamás me pudo comprobar: ella era feliz. realmente feliz.

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