miércoles, 25 de febrero de 2015

IMBORRABLE -capítulo cinco-

– No, no, esto no está bien –la aparté antes de que pudiera hacer algo. No me lo podía permitir en ese momento. No después de lo que vi y lo que dije.
–Perdona, fue un impulso. Pensé que te gustaba.
– No es eso. Me gustas, pero estoy enamorada de alguien. Y yo sé que es loco y ahora, precisamente, no entiendo nada, pero de verdad lo siento, siento que debo estar con él aunque no estemos juntos. No me permitiría estar con alguien más, simplemente sería falso –la miré–, eres especial Celia, de veras, te mereces a alguien que pueda darte cada parte de sí.

No me quedé a escuchar su respuesta. Me quité la intravenosa, quizá demasiado rápido, y tomé la ropa que estaba en el estante junto a la cama. Me alejé, sin más. “Demasiadas cosas…” pensé. “Demasiadas perdidas, demasiados reencuentros, demasiada confusión”. Deseé haber seguido inconsciente. Con todas mis fuerzas.


Estaba ahí, el arrugado papel junto al teléfono. Y yo estaba allá, contemplándolos de lejos, pensando si sería una buena idea llamar al número que él había anotado con sus propias manos. En algún momento mientras yo estaba tumbada en una cama de hospital, se había tomado la molestia de escribirlo. Esa fue la primera vez que nos vimos. Jamás me había visto, lo había dejado en claro. Pero quizá le gustaba, y por eso quería que lo llamara. Quizá en su memoria, el también me recordaba y su instinto lo guiaba a no dejar que nos perdiéramos. Pero ahora, para él tan solo era una extraña. Una frágil y anémica extraña a quién había acompañado al hospital.

–No lo conozco en absoluto– susurré, para que en la vacía casa solo lo escuchara yo misma.
¿Y qué si su nombre no era Jonas? ¿Si en realidad esto no era más que una alucinación, una pizca de mi locura dejada al descubierto? Tal vez lo había visto caminar por la calle, algún día hace un tiempo, y mí retorcida mente creo fantasías tan creíbles, tan minuciosamente configuradas, tan dignas de confundirse con un recuerdo que así fue como las cosas se dieron.

Sin embargo, él había dicho que, de alguna manera, le parecía familiar.
Y eso me daba el valor suficiente como para marcar el número y oír su voz.

– ¿Hola?

No.
Mierda.
Corté. Realmente no tenía el valor para hacerlo. No sabría que decirle.  ¿”Hola qué tal soy la loca que se desmayó en el Starbucks quieres ir a dar una vuelta y que lo haga otra vez”? No, no y no. El negarme ante una situación tan estúpida como esta me dejaba en claro que jamás podría confersarle mis sentimientos. Y se sentía tan mal.
Jamás entendí por qué la gente guardaba secretos, por qué escondía cosas tan complejas como el amor. Solo me había enamorado tres veces en mi vida, y en las dos primeras veces, siempre había sido sincera con respecto a lo que sentía. Siempre había expresado todo. Muchas veces me había planteado que era demasiado extrema al hacerlo. Me convencí de que nadie quería escuchar los sentimientos de una loca que sentía mucho, que no podía retener su verborragia romántica. Ambas relaciones habían sido un desastre. Las había cagado.
A veces, prefería entender cómo funcionaban las cosas que me parecían tan complejas y hacerlas de la misma manera que los demás. Naturalmente. Como si fuera una cosa diaria. Esconder un sentimiento para cualquiera podía resultar tan fácil como esconder un alfiler. Pero yo podía morir desangrada si lo intentaba.

Me levanté de la mesa, agarrotada por la desilusión. Me dirigía a la ducha cuando me pareció escuchar un ruido, una canción.

Era el teléfono.

jueves, 19 de febrero de 2015

IMBORRABLE -capítulo cuatro-

Cuando desperté, me encontraba en el hospital. Una aguja penetraba mi mano y las luces del techo me encandilaban. Supuse que aún seguía bastante aturdida como para ponerme de pie, pero aún así decidí intentarlo. Me quité la fría sábana de encima y saqué un pie de la cama.

–No lo hagas. Vas a lastimarte.
Ahí estaba, otra vez. Su voz se sentía como aleteos de un insecto dentro de mis tímpanos. Desconcertada, deduje que se encontraba detrás de mí.
–Qué… ¿Por qué estás aquí? ¿Qué has hecho? –cada palabra salía de mi boca como si estuviese a punto de vomitar. Nada tenía sentido, no podía formular siquiera una pregunta. Mil incógnitas se cruzaban delante de mis ojos y era incapaz de concentrarme solo en una.
–Te desmayaste. Estuviste inconsciente más de tres horas –se acercó unos pasos, podía darme vuelta y chocarme con su cara, pero no quería. No me animaba–, tu amiga Celia se fue hace un rato, pero me dijo que volvería lo más rápido que le fuera posible.
– ¿Y por qué te quedaste? ¿Por qué apareciste? –estaba sollozando. La tensión me acribillaba. ¿Cómo podía ser que no pudiera expresarme bien? Necesitaba decirle todo, y en ese momento, parecía que el lenguaje no existía. No había forma. ¿Cómo explicarle a alguien más algo que nunca entendí yo misma? ¿Cómo cuestionar a alguien que nunca vi, pero aún así conocía?
– Prácticamente –dio la vuelta y se colocó justo delante de mí, cara a cara, ininterrumpidos por nada– caíste rendida a mis pies. – Mis mejillas ardían. Sonrió levemente. Sus comisuras se ubicaron a la misma distancia y sus ojos se achicaron a medida que su gesto se agrandaba. La misma sonrisa que había visto en mis recuerdos, plasmada en la realidad.
–Espero no haberte asustado –tomé aire, era hora de hablar del tema. Ya no podía aguantar un minuto más en la incertidumbre. Todas las respuestas que busqué durante tanto tiempo se me concederían; por fin sabría  si estaba tan loca como para inventar vivencias con quién me estaba mirando en ese instante. – Quería saber si… yo me estaba preguntando… ¿Nos conocemos de algún otro lugar?
Mi voz temblaba y lentamente mi cuerpo también comenzó a hacerlo.
–Yo no lo creo –agitó su flequillo con su mano mientras esas palabras quebraban mi corazón. Pensé que estaba al borde de las lágrimas, cuando de repente se sentó a mi lado – pero me resultas familiar. No como si ya te conociera, está claro, ni siquiera sabía tu nombre antes de que comprar un café se convirtiera en un capítulo de ER Emergencias –trató de bromear, aunque lucía nervioso, no sabía dónde colocar los ojos. Finalmente, los posó en los míos–, pero aún así…

Celia y Adele entraron en la habitación. Las dos traían cafés en sus manos, y caras de alivio que seguramente se debían a verme despierta y físicamente bien. Por dentro, me sentía más que destruida. Me sentía derrotada, perdida.  Completamente desorientada.
–Bien, entonces supongo que nos veremos pronto –él se puso de pie, y se acercó hacia mí para darme un beso en la mejilla. Sus labios se sintieron tan cálidos y dolorosos. Una despedida dulce para un adiós indeterminado. Se marcharía, con la esperanza de mi cordura. Con mi orgullo destrozado y el corazón triturado. –Adiós– Dijo al despegar sus labios. Antes de darse la vuelta, tomó mi mano y deslizó un pequeño papel doblado dentro de mi puño. Me guiñó el ojo, ruborizando hasta mi mirada, y caminó hacia la puerta, despidiéndose de mis amigas con la mano, de una forma desinteresada, como si le hubiese molestado que hubieran aparecido para interrumpir sus palabras. O al menos eso deseaba yo que sintiera.

– ¿Estás bien? –preguntó Adele, acercándose a mí– ¿Has comido algo siquiera en estos días? ¿Por qué te desmayaste de esa forma? ¿Qué mierda te pasa?
–Adele, por favor. No estoy de humor.
– Te quedarás en mi casa. No me importa tu estilo de vida pseudo-bohemio, ni a qué juegos estás jugando –me miraba más seria que nunca, y sonaba totalmente enojada–, ¿Qué es lo que quieres ganar con esto?
–No tengo ni idea de lo que estás hablando. No tengo nada que esconder –cerré con fuerza mi puño, hasta que el papel no se sintió más–, si insinúas que tengo problemas con la comida, te equivocas. No soy tú a los 16 años y tampoco me interesa que me trates como si lo fuera. No tienes preocupación, tienes un complejo con el control y la autoridad. Pero no vas a controlarme ni ser mi madre. –no quería decirle todo eso, realmente no quería. Pero me sentía tan frustrada como confundida, y mis sentimientos estaban flotando en todas direcciones. La decepción se encontró con el enojo y la desesperación, haciendo de mí un mounstro–. Lo siento, no era mi inten…
–Está bien –no me dirigió la mirada. Su voz se opacó y su cara se hizo de piedra. Se levantó con brusquedad y se alejó–. No me busques, Emma.
La había cagado. Terriblemente. No tenía más terreno que cagar.
–Wow –dijo Celia desde la esquina en la que estaba apoyada– eso es tener furia. Creo que mejor voy con el doctor para ver si puedes irte a casa hoy.
–Por favor.
–Si te vas a tu casa, ¿estarás bien? Puedes venir conmigo, si quieres.
–Estaré bien –el rechazo a esa propuesta en cualquier otro momento habría sido imposible de imaginar. Pero ahora…–, solo quiero estar sola. No quiero arruinar las cosas con nadie más, y en este momento, soy un desastre nuclear. Tengo que pensar.
–Lo entiendo –se acercó– pero a veces –se acercó aún más–, la soledad es la compañía más destructiva.


Y me tomó del mentón.

lunes, 16 de febrero de 2015

IMBORRABLE -capítulo tres-

Después de casi unas dos semanas de un trabajo que no podría ser descrito como arduo pero que me ayudaba a distraerme de lo que usualmente hacía cuando no tenía nada que hacer, los recuerdos del tal Jonas ya no me visitaban con frecuencia. Quizá en la ducha, cuando me quedaba inerte mirando las simétricas gotas salir del grifo, o en el momento anterior a quedar dormida en las siestas. Pero cada vez eran más cortos. La misma escena, fraccionada. Pequeños marcos distintos de aquello que solía ser entero. De igual manera, me seguían estremeciendo, seduciendo, me dirigían encantada hacia el misterio. ¿Cómo sonaría aquella voz? Podía imaginarla. Dulce, al igual que gruesa. Podía traspasar mis oídos acariciándolos, y sumirme al paraíso como cualquier álbum de Radiohead lograba hacerlo. Eso era. Su voz era una canción. Una pista desconocida, perdida entre aquellos discos rotos que no tendría el placer de oír jamás.

Cada día era igual, pero la rutina a veces logra transformarse encantadora cuando la compartes con la persona indicada. Ahí estaba Celia; con su delantal verde y su ropa negra, descoordinando de una manera mágica el orden de aquél uniforme con  su cabello azul resplandeciente. Regalaba sonrisas a cada cliente, que salía sacudido de encanto del local después de ser atendido con la que parecía ser la joven más feliz de toda la ciudad.

–Emma –pegó un pequeño salto al verme llegar. Extendió una amplia sonrisa por todo su rostro–Te ves esplendida hoy. Debes decirme cómo haces para lucir tan linda cada día.  
  Aquellos comentarios eran típicos de una persona como ella. No sabía a qué otras mujeres se los hacía, pero la verdad es que no me parecían extraños ni desubicados. Me halagaban, me hacían sentir cómoda, tanto como lo hacía su presencia.
–Puedo prometerte que ni siquiera lo intento –sonreí, aunque esa era la verdad– ¿cómo se ve el panorama de hoy?
–Tranquilo, como siempre. Verás, nuestro descanso se extenderá bastante hoy. Dudo que alguien asista, la mayoría estará viendo la apertura del Super Bowl. Con suerte, quizá hasta podamos irnos más temprano.
–Eso sería bueno –no estaba tan convencida. Volvería a mi casa en vez de pasar tiempo fuera de ella. Volvería a ese sillón y me pondría a pensar. Los recuerdos quizás volverían con la misma intensidad que antes, y la angustia no tardaría en acompañarlos, la botella de Ron saldría de su escondite. Suena fatalista, pero el tiempo que pasaba sola era una tortura, una guerra contra el reloj. Era un castigo diario, que se había tomado unas vacaciones cuando había comenzado el trabajo, agotando suficientes horas y energía como para volver cansada al 346 de la calle Pickup. Podía haber trabajado jornadas de 24 horas sin problemas.
–Lo es –rebuscó entre mis ojos, que ahora reposaban en el suelo demostrando mi poco entusiasmo. Podía sentir la compasión en sus ojos grises en cuanto levanté la mirada– ¿Por qué no vamos por una pizza después? ¿Te gustaría? –y me dedicó la sonrisa más tímida y linda que había visto.
–Por supuesto, claro que me encantaría- respondí con un rubor hasta en la voz.
–Hecho entonces –me codeó suavemente en las costillas, sin quitar la expresión amable de su rostro. A la proximidad en que se encontraba, podía oler su aliento: una mezcla entre menta y café. – ¿te dije ya que hoy te ves estupenda?

El resto del día se me pasó entre sonrojos y comentarios dulces, once o doce clientes y un latte de vainilla derramado. El irnos antes se nos fue permitido y lo ansiaba como nada. Quería ver a Celia en un lugar dónde no sea el diario. Ver como se desenvolvía con la parte del mundo que no venía hacia ella. Moría por verla sonriendo mientras ordenaba la cena, quería más que nada ver que ropa se ponía y si se maquillaría resaltando el grisáceo perlado de su mirada. Verla me resultaba encantador, atrayente. Me sentía como un insecto guiado por la luz. Su seguridad emanaba un aire contagioso, tóxico del mejor modo: su ánimo podía convertir a un psicópata en una mejor persona. Y lo que no me extrañaba hace unas horas, comenzaba a hacerlo ahora.Quizás sus piropos juguetones estaban ayudando a darme cuenta de algo que no asimilaba. Quizás Celia me gustaba.
Comenzaba a sentir mis latidos en el pecho, cuando Austin, un chico petizo y musculoso de pelo rubio hasta los hombros que solo ocupaba el turno de la tarde, llamó mi atención tocando mi hombro.

– ¿Puedes atender al último? Tengo que irme, llego tarde a una reunión –corrió un mechón rubio de su redonda cara bronceada–, por favor.
–No hay problema –respondí. Pocas veces habíamos hablado y no tenía mucho interés en hacerlo. Ciertamente, no parecía muy amable.
–Gracias, te lo debo… Emma –pareció hacer un esfuerzo para recordar mi nombre pero aún así fue agradable. Hizo una mueca, un intento de sonrisa (no podía ni siquiera compararse con una de las de Celia) y se alejó. “Debería empezar a juzgar menos…” pensé, y me di vuelta para atender a quién sería el último cliente del día.

Sin levantar la vista rebusqué entre la pequeña mesa inferior del mostrador una libreta para anotar el pedido. Tomé una lapicera y concentrada en el blanco papel, le pregunté qué deseaba.
–Tan solo un café con leche, para llevar por favor.
Su voz me sonó tan conocida que cerré los ojos para concentrarme en ella. Me paralicé. Una fría brisa había recorrido mi cuerpo entero sin ningún aviso previo. Sentí mil puñaladas en mi corazón, sumergidas hasta lo más profundo. Mis ojos parecían sellados, era imposible abrirlos. El peso del frío que me poseía había llegado a todos lados. Cada dedo tieso, cada músculo inerte. No podía reconocer si estaba aún de pie.
– ¡¿Estás bien?! –la voz parecía venir de la lejanía de una cueva. Una luz brillante vino hacia mí en un instante, y entonces lo vi.

Era él. Era Jonas. Mis ojos ya no estaban cerrados. Me hallaba en el suelo y con sus manos en mí cuello, cuidando que mi cabeza no se golpeara. ¿Había muerto y esto era el cielo? ¿Acaso aún seguía inconsciente? Estaba mareada y confundida, pero podía ver su imagen con una perfecta claridad.  Sus labios rosados inmóviles, su rostro en alarma. Aunque el frío me punzaba podía sentir el calor de su cuerpo irradiar todo el lugar.
Estaba a punto de abrir la boca.
A segundos de zambullirme en sus abrazos. Como una loca, maníaca, abrazarlo hasta que no quedaran rastros de él, tan solo una chaqueta y un par de jeans.
Estaba tan cerca de quién me había quitado el sueño todas las noches. De quién creí que era un producto de mi imaginación. De quién estaba ciegamente enamorada.



Pero cuando mis labios se despegaron para formular una oración, todo se volvió oscuro, y perdí la conciencia otra vez.

viernes, 13 de febrero de 2015

IMBORRABLE -capítulo dos-

Era temprano en la mañana cuando abrí los ojos y decidí comenzar mi día. Mi paciencia se había agotado; las vueltas en la cama parecían imparables  y las voces de mi cabeza ya hablaban demasiado  alto como para acallarlas con la almohada.
Giré hacía el reloj-alarma. 08:04 a.m. Me incorporé lentamente. Un pie a la vez, un brazo a la vez, mil bostezos unidos en uno a la vez. Tomé el primer par de vaqueros que ubiqué en el desordenado armario de mi habitación, seguidos de una camisa blanca y un par de zapatillas color verde agua, que solían ser de un verde más oscuro.

Abrí el grifo del baño para lavarme los dientes, pero mi imagen en el espejo me detuvo un momento antes de hacerlo. Mi piel pálida parecía más cristalina que nunca; débil, frágil, daba la sensación de que se rompería tan solo con el tacto. Mi oscuro cabello, lacio y hasta los hombros, no ayudaba a la imagen fatalista que se reflejaba, tan solo la hacía lucir más enfermiza. “Venga”, dije “que esto no es fin del mundo”. Y terminé de arreglarme, dejándome un poco menos muerta que hace unos instantes atrás.

Caminar por las calles de una ciudad llena sintiéndome completamente sola hacía sentir mi estómago un pequeño revuelto de avispas. No sabía dónde posar los ojos ni qué hacer con las manos, mis pies tropezaban con cualquier desnivel que se encontraban. Me sentía muy nerviosa sin tener siquiera una razón para estarlo. Ellos pasaban como luces a mí alrededor. Luces destellantes, cegadoras. Cada uno brillaba de un color distinto, y si me detenía, podía ver lo que hacían: algunos reían, otros comían golosinas, estaban los que gritaban mientras conversaban por teléfono, y otros iban con la cabeza gacha rebuscando en sus bolsillos vacíos una moneda para el autobús. Me preguntaba cómo me verían. ¿Sería una luz para ellos? ¿O simplemente una sombra, tímida y cabizbaja, pálidamente oscura, amorfa y sin destino?
Aclaré mi mente.
Estaba delante del que iba a ser mi próximo empleo y no me dejaría arruinarlo.
Ahí estaba, el Starbucks menos concurrido de Lake Oswego. El menos concurrido en todo Oregón. El mejor  lugar en el que una persona como yo podría trabajar.
Practiqué mi discursito mientras subía los escalones bastos y grises de la multinacional, que desde lejos parecía un cubo de ladrillos completamente cerrado pero al pisar su entrada podías comprobar que en realidad la vida humana había tocado el lugar. Paredes blancas decoradas con cuadros vintage, un piso reluciente de mármol claro, mesas y sillas blancas con detalles verdes. Todo resplandecía como si fuera renovado cada noche por una estructura completamente limpia y perfecta, completamente igual. Después de todo, jamás ves como se construyen estos lugares, simplemente aparecen, así que no sería extraño que hubiese habido cyberbots en lugar de personas. De noche constructores, de día empleados.
“Cyberbots…” susurré, y me reí a lo bajo mientras cruzaba la puerta.

–Buenos días –dijo Celia, la amable empleada que se encontraba detrás del mostrador. Una hermosa sonrisa de destellantes dientes blancos se mostraba en toda su cara. Un corte carré, perfectamente recto, que enmarcaba su cara mejor que cualquier pintura de Van Gogh, llamaba mi atención: tenía el valor de llevar ese clásico peinado con el cabello teñido de un azul que podía confundirse con una piedra preciosa. Pero más allá de esa extravagancia, eran sus ojos los que lograron cautivarme; eran grises y brillosos. Casi surrealistas. Podría jurar que eran capaces de someter a cualquiera en un trance hipnótico. Y eso parecían haber hecho conmigo, luego de que ella me saludara –, eres Emma, ¿verdad? Mark dijo que llegarías a esta hora, que pedazo de puntualidad –sonrió nuevamente, esta vez mostrando una pizca de picardía en esos ojos tan cautivadores.
–Podría considerarse una de mis cualidades –me avergoncé al instante por haber sonado un poco engreída, y traté de arreglarlo lo más rápido que pude –, gracias por hacerme este favor. De veras. No sé cómo podré agradecértelo, necesitaba mucho el empleo –le expliqué en un intento de gratitud. Celia había entregado mi CV al gerente agregándole unas referencias que habían servido para que este me aceptara entre tantos otros que se habían ofrecido para el empleo. La verdad es que jamás la había visto, y fue por Adele la razón por la que me había hecho este enorme favor. Se conocían de la universidad y aunque Adele jamás se había extendido mucho en las charlas sobre Celia, había reconocido que era una excelente persona. Yo lo creía, desde luego, se había puesto en evidencia.
–No es nada. Necesito una compañera de trabajo que no sea tan indeseable. Adele me habló maravillas de ti. Ni bien me comentó que necesitabas trabajo, supe que mi espera había llegado a su fin –a pesar de su sonrisa, podía notar algo de timidez en su voz y mejillas –. Es un placer conocerte por fin.

Me indicó un uniforme y un lugar para poder cambiarme. Y ahí estaba, yo y mi nueva segunda casa por un tiempo indeterminado. Jamás toleré los lugares nuevos, el bullicio de la gente que a simple vista parecía rebozar de felicidad. Tendría que lidiar con ellos, y con suerte salir cada día de ahí sin deseos de aniquilar a alguien. Podrá sonar egoísta e incluso repulsivo, pero odio cuando las personas se muestran felices. Porque no lo son, y lo sé bien. Sé que aquellas cabezas sorbiendo café están pensando en lo triste de sus vidas. En que no toleran a su madre, a su vecino, que el trabajo de oficina los estresa. Sé que sufren porque están solos, y porque se detestan cuando se ven en el espejo. Sé que los fracasos de sus intentos no dejan de agobiarlos. Pero sin embargo, se esfuerzan en mostrarse alegres. Se levantan todos los días y se colocan esa máscara falsa y estereotipada de una empatía y solidaridad que se esfuma ante cualquier situación que requiera legitimidad. Es aquello lo que me enferma: la actuación en un mundo en el que el drama es el plato principal del día. ¿Hace falta la hipocresía cuando todos sabemos la realidad del día a día? Preferiría ver mil lágrimas auténticas a mil risas de papel.  Y odiaba saber todo eso, ser consciente de la miseria humana, y seguir creyendo que todos irradiaban más luz que la única persona que trababa de mostrar el hedor de nuestra raza: yo misma.  
          


Mientras me encontraba detrás del mostrador, Celia tomó mi mano y me dijo que me calmara, que todo iba a ir bien, que después del primer día las cosas saldrían tan naturalmente que ni siquiera podría recordar el momento en el que las aprendí. Por primera vez en años, asentí, y me calmé. Cada palabra que salió de su boca pudo darle a mi mente la calma que necesitaba en un auge de salvajes pensamientos. Levanté la vista y me fijé en sus ojos grises, y su expresión. No la pude reconocer, no la pude detectar. Sonreía, al igual que desde el momento en el que entré al lugar. Cada sonrisa se mostraba verdadera, tal como el tacto de nuestros dedos. Lo  empírico de su rostro me resultaba incierto y mágico. De alguna manera, descifré que ella era todo lo que nunca había experimentado, lo que ya creía un mito, lo que nadie jamás me pudo comprobar: ella era feliz. realmente feliz.

miércoles, 11 de febrero de 2015

IMBORRABLE -capítulo uno-

Quería repetir aquel momento un millar de veces más. Mis manos entrelazadas en las suyas, el sol acariciando su cara, iluminando cada detalle, cada lunar, cada comisura. El sillón aterciopelado sosteniendo nuestros cuerpos en su lugar, mientras nosotros volábamos. Sus labios húmedos acercándose de a poco a los míos, que estaban temblorosos, amargos, nerviosos, esperando su tacto para liberarse de la tensión.
Y ahí estábamos, jugando con el tiempo. Evadiendo cualquier cosa que deberíamos estar haciendo. Fingíamos que nada existía en el mundo, excepto nosotros dos. Y éramos buenos en eso. Podría permanecer en ese recuerdo por siempre y evadir cada regla del tiempo, cada tirón de la realidad.
Pero cada vez que abría los ojos, no veía a nadie. No había nadie en mi sillón. No había nadie en ninguna habitación. Ni una foto en mi teléfono, ni siquiera una prenda olvidada en el ropero. Era como si todo se desvaneciera en cuanto recobrara conciencia del momento, como cuando recuerdas un aroma pero no tienes la flor en tus manos. Era invisible, abstracto. Sabía que existía, tan solo no tenía ninguna prueba para saber que era verdad. Era demasiado fuerte para ser una fantasía, demasiado nítida para solo existir en mi imaginación. Era un recuerdo. Un recuerdo de algo que jamás sucedió.

Jonas.

Y podía sentir sus ojos azules sobre los míos, apagando mi fuego con su océano. Sus brazos fuertes recorriendo mi cintura, tocándola con delicadeza, como si fuera de cristal. Podía sentir su cabello suave, castaño y corto entre mis dedos, amarrados a él, deseando que jamás lo soltasen. La proximidad de nuestros rostros era inflamable. Sin embargo, prefería apreciarlo a besarlo. No me gustaba cerrar los ojos, perderme siquiera un segundo de sus facciones. Deseaba quedarme observándolo todo el tiempo que fuera posible, porque sabía que no sería mucho. Y no quería abandonarlo jamás. Eran pocos minutos, pocos lapsos. El recuerdo se detenía en cuanto él desplegaba su sonrisa, cuando estaba a punto de pronunciar mi nombre. Jamás podía escuchar su voz. Y cuando me despertaba de aquél trance, cuando cada pedazo de recuerdo se quitaba de mi mente, no había forma de volver. Nada más que eso. Ese corto, esa minúscula película. Esa mísera historia inconclusa para siempre, perdida en mi mente, sin más avances, sin ninguna secuela. Una escena desaparecida. Sin origen.

– Podría ser como algún recuerdo de tu vida pasada –decía Adele, y se relamía el bigote de café sobre su labio superior–, ya sabes, como un flash. Habrás tenido un amorío en la Francia de antaño y ahora lo recuerdas. Aunque, amiga, debo admitir que esa mierda no es normal. Yo no ando recordando cuando andaba desnuda en plan cavernícola.
– No creo que la gente usara jeans y Vans en esa época –revoleé mis ojos al aire, mientras la contradecía–. No seas ridícula, esto no es de ninguna vida pasada. Es actual, y es con alguien que todavía no conocí. Pero es real, tan real como nosotras dos aquí sentadas.
–Podría ser una alucinación, ¿consultaste con un médico?
–No, y no es algo psiquiátrico. No estoy loca, Adele.
–Enamorarte de un sueño no indica una plena sanidad mental, Emma –me miraba seria. No estaba bromeando. Las puntas desmechadas de su cabello cobraban vida cuando su cabeza se sacudía para negar rítmicamente–. Me preocupas, me preocupa que te obsesiones con estas cosas.
–No estoy obsesionada, estoy intrigada. Estoy desesperadamente interesada –mis ojos se fijaron en la mesa. Aquella mesa cuadrada y pequeña, color madera. La misma mesa de siempre, igual a las otras veinte, en aquél bar de ciudad, marrón, oscuro, tibio y vacío. La mesa al lado de la ventana, para ver el asfalto. Al lado de una abertura hacia el mundo, para no perdernos en nuestra conversación y olvidarnos de que existe algo más. Solía pasarnos. Adele era la persona con quién más aventuras había vivido, era quién más locuras mías había oído. Mi amiga incondicional, mi hermana por elección. Nos conocíamos desde que el largo plazo de nuestra memoria se puso en marcha. Cuando me surgía algo, allí estaba ella. Cuando le surgía algo, allí estaba yo.  Pero sabía que esto iba más allá de cualquier loca ocurrencia. Sus pequeños ojos negros irradiaban preocupación y alarma cuando le contaba acerca del recuerdo. No comprendía cómo era posible estar enamorada de alguien inexistente.
–Prefiero que no hablemos más de esto –dije, mientras me disipaba de mis pensamientos. Adele asintió, y comenzamos a  hablar de trivialidades poco relevantes.

Volví  a casa cuando el sol estaba cayendo y el cielo empezaba a teñirse de naranja fundido en violeta. Caminé por el mismo recorrido de siempre: un camino recto en una calle poco transitada. Los árboles en las anchas veredas con césped bien podado generaban un ambiente perfecto, reflejando los espacios de las ramas en cada charco al costado del cordón. La fresca brisa del nuevo otoño aclaraba mi rostro y mis cabellos bailaban salvajes en el aire. Mi mente no estaba en composé con la perfecta escena de la que era protagonista.
Mi mente era un desastre.
Estaba agobiada de pensamientos antónimos, de dicotomías. ¿Loca o cuerda? ¿Real o ficticio? ¿Seguir confiando en que lo que sentía era real, o seguir el rumbo de mi vida, ignorando la imagen que aparecía en mi cabeza cada vez que me relajaba, que me concentraba en la nada?

No. Imposible. Jamás podría olvidarlo, extirparlo de mi mente. Porque hace más de un año que lo veía y lo sentía. Hace más de un año que me emborrachaba por las noches para hundir esa aparición en lo más remoto de mi conciencia. Hace más de un año que estaba irremediablemente enamorada de mi locura. Y estaba segura de que pasaría el resto de mi vida buscando al hombre invisible.  

martes, 10 de febrero de 2015

"felicia"

Felicia miraba el mar, y se preguntaba si tenía fin, si escondía secretos, si se había llevado vidas. Conocía las respuestas, claro. Todas ellas les resultaban obvias. Pero se volvía a preguntar: ¿cómo puede ser que sepamos las respuestas de algo que no conocemos, y sin embargo a veces nosotros mismos somos un misterio? Si Felicia se preguntaba si escondía secretos, diría que no. Pero su pecho comenzaría a arder, su cabeza a latir, sus manos a sudar. Podría asegurar que no era misteriosa en lo más mínimo. Que era transparente, y se mostraba a los demás tal cuál era. Pero cuando llegaba a su casa, se quitaba el maquillaje y los zapatos de tacón, se quitaba el apretado sostén que dejaba marcas en su abdomen, y se miraba al espejo. Se miraba, y veía a una persona distinta, una Felicia autentica. ¿Por qué solo podía ser el ella misma únicamente si estaba sola? Jamás entendía el por qué se sentía incomoda con sus amigas. Yo conozco la respuesta: estaba fingiendo. Felicia nunca habría usado un sostén que la lastimara, o un maquillaje tan cargado, si se quisiera tal como era. Felicia se odiaba. Felicia no se sentía cómoda con las personas, se sentía inferior. Y cuando se miraba en el espejo, allí desnuda de alma y cuerpo, Felicia tenía miedo. Porque no había que fingir. Porque no había nadie a quién superar. Y enfrentaba sus temores, y su odio. Y sus lágrimas podrían haber llenado el océano que estaba contemplando ahora mismo, lejos de todos.

Felicia: no hace falta fingir. No tenés que impresionar a nadie más que a vos misma. La única forma de hacer eso es empezando a quererte a vos  misma. Quitate el maquillaje que te desagrada, y las prendas que te ponen incómoda. Busca lo que te haga sentir hermosa. No importa si no estás igual que tus conocidos, o no tenés la camisa que viste en las revistas. Lo importante es que comprendas que el amor propio es el único que te quita la venda de los ojos. El único que quita la sábana del espejo; la que bloqueaba lo hermosa que sos. Dejá de compararte, aprendé a apreciarte. No hay cosa más linda que amarte; porque te juro, ni el océano puede limitarte.